Al entrar en el local lo dejas todo atrás. Da igual qué haya pasado durante la semana, el estrés del trabajo, las horas que pasaban por tu lado sin que te dieras cuenta hasta que se te ocurrió mirar el reloj de nuevo, las noches de insomnio, los días que se siguen. La discoteca –la misma discoteca- es un paréntesis, un mundo aparte. Como el rincón onírico tras la cortina roja en Twin Peaks.
Todo está planeado, no hay que pensar demasiado. Apoyas los codos en la barra. Los separas un momento: alguien ha derramado algún tipo de licor adulterado. Tus brazos están bañados en algo viscoso, pero no importa. Tu atención en ese momento se concentra en una de las pocas decisiones que vas a tomar en lo que queda de noche: ¿cerveza o cubata? Al final todo es lo mismo. Cómo lo odio. Y cuánto lo necesito. Dadme otra dosis de olvido, que quiero repetir.
El globo va subiendo en la medida en que vas soltando lastre. Primero cae… ¿qué cae primero? ¿La dignidad? ¿La vergüenza? ¿El criterio? Si todo va bien, al cabo de unas pocas copas de habrás convertido en aquello que necesitabas ser –sí, al menos esta noche-, en un ser amoral, un cazador despiadado y despreocupado por las consecuencias de tus acciones. Un ideal que rara vez se cumple.
Normalmente te quedas a medio camino. La náusea, la depresión o la inconsciencia están un paso antes. Esa chica es preciosa en este momento, pero aún temes las consecuencias y no te atreves a hablar con ella. De todas formas sólo conseguirías aumentar su ego lo suficiente para que se atreva a intentarlo con alguien, para ella, mejor que tú. Con un poco de mala suerte abusará de su poder haciéndote sentir como un borracho gilipollas. No sería la primera vez y, después de todo - ¿para qué engañarte?- al menos ahora es exactamente lo que eres. No te esfuerces por ocultarlo: busca a quien no le importe.
Te comerías un entrecot. Pero un frankfurt también sirve. Tu cuerpo se proyecta hacia adelante empujado por una fuerza misteriosa. Recorres los rincones del mercado de la carne esperando encontrar algo. Da igual lo que busques, encontrarás cualquier otra cosa. Con un poco de suerte, un billete en el suelo o un paquete de tabaco olvidado, frágil consuelo de una noche infructuosa.
Hubo otras noches. Hubo pequeños momentos de gloria, la bendición de unos labios que no buscabas y besaste por primera y última vez. Incluso, alguna vez –seguro que sí-, fuiste feliz por un momento una de esas noches, en medio del viejo conocido torbellino de música, gente, penumbra y humo. Pero no esta noche, amigo mío, y lo sabes. Lo sabes mucho antes de acabar apoyado en un rincón, solo. Despierto, demasiado despierto. Suena una canción. Por primera vez desde que entraste, la sonrisa sale de dentro, porque la música hace olvidar el olvido mismo. Sin música, el mundo sería un lugar demasiado extraño, demasiado inhóspito para ti. Pero la canción se acaba, y las luces se encienden.
Caras pálidas, cadáveres danzantes, expresiones dantescas. La penumbra había conservado en tu ilusión un encanto que la luz hace insostenible, y ahora estás aún más despierto. Sonríes, desde dentro de nuevo, pero con una cierta e implacable tristeza y abierta compasión. Al menos tú eres consciente del absurdo del baile de máscaras. Necesitas creer que ser consciente te hace mejor que aquellos a quienes su supuesta inconsciencia protege de esa tristeza con la que te diriges, una noche de fiebre más, hacia el exterior.
Sin embargo… ¡cuánto cuesta aprender! Y aún queda el último saco de lastre, un último cartucho de esperanza.
Vagas en el exterior en busca de alguna cara conocida, o alguna por conocer. En la parada de bocadillos, al final, pagas los cuatro eurazos que te has encontrado por el suelo para comerte, finalmente, ese frankfurt. Saboréalo, es lo único que te vas a comer esta noche. Otra noche… ya veremos.
Con los pies en el suelo, con tus sacos cargados de dignidad, vuelves a casa al volante de tu coche. Cantas. Intentas consolarte. Pero la noche toca a su fin, los primeros rayos del alba chocan contra tus ojos, acostumbrados a la oscuridad. Y vuelves hacia tu cama vacía, hacia tu vida vacía, tan solo como cuando llegaste. Gritas. Nadie puede oírte, por eso gritas.
La noche, trampa para ilusos, reclamo para desesperados. No siempre fue así, lo sabes, y debe ser por eso que vuelves, una y otra vez, arrastrado por la esperanza de encontrar allí algo que de hecho nunca encontraste. Pero el deseo de encontrarlo es tan fuerte que parece real como un recuerdo, puedes sentirlo, tocarlo. Soñarlo en tu cama vacía, en tu vida vacía de resaca sin fin, acariciado por la nostalgia de un momento que en realidad nunca sucedió.
Y has pasado ya tantos años embriagado por la fiebre de la esperanza… Dicen que es lo último que se pierde. Siempre pensaste que, si eso es cierto, lo necesario es abandonarla. Así ya no tendrás nada que perder. Despojado del último lastre andarás ligero, libre –libre, al fin-.
Pero es difícil, si no imposible. El deseo ruge en el interior. Basta una sonrisa, una palabra amable, para despertarlo y encender la ilusión de nuevo. Bastante menos que un desencuentro, sólo la sospecha de no ser lo suficientemente bueno o digno de merecer la bendición de la suerte por una vez, para apagarla. Y la desilusión te vuelve a hacer sentir el peso del amor que yace muerto entre tus brazos.
El amor… al final todo se reduce a eso. Todo lo demás carece de importancia en comparación. Eres demasiado consciente de ello. De eso, y de que las noches de fin de semana sólo pueden ayudarte a olvidarlo… y la mayoría de veces, ni eso.
Duerme y sueña, amigo mío, que mañana será otro día. Duerme tranquilo en tu cama vacía, que seguirá vacía al despertar.